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Aceras estrechas para hombres solitarios

eres una historia como las de Proust, salvo que pagas el recibo del gas, y hay contratos, celulares y autopistas. Eras un montón de hombres antes de ser éste: un recurso argumental muriéndose desde que abrió los ojos. Una flor de asfalto. Un trillo de apatía y desencanto.

Esta es una de esas tardes, donde el sol se desparrama sobre otro edificio, que te mantiene a la sombra. Cruzas la misma calle a la misma hora, sonando las llaves en el bolsillo. Ellas son la banda sonora de tus pasos y lo único que no has podido perder nunca. Una tarde idéntica a otra tarde, las mismas horas en las que amaste, perdiste tu mitad, tu fe, y lo odiaste todo, menos a ti. Evitas cualquier compañía. Lo peor era sobrevivir así, perverso y anticlerical, degustando tu engendro, esa soledad definitiva e inevitable. Y, sin embargo, la calle no está vacía, por eso sabes que los que están vacíos son tus ojos. El ruido de los demás, el canto de los otros, los timbres, el olor a desenfado, el murmullo, el claxon, la protesta, el gemido, cualquier sonido, está ahí, para recordártelo.

Tú, que fuiste orfebre del palabreo, un artista de la plática, el rey de la labia, sabes desde aquellas viejas conversaciones de café con el poeta que llamaban El Rojo, que la poesía empieza en todas partes, pero termina en los papeles. Desde entonces arrastras con ese autorretrato de loco triste, engullido por un traje de los años 50, heredado del abuelo, cuaderno bajo el brazo, anotando minuciosamente cada angustia, cada máscara, cada influencia. Tu utopía motora con disconformismo crónico, el odio a los relativistas ideológicos, a la filosofía post modernista, a los estadistas con su enumeración obsesiva, la dictadura de las tres doble uves y el punto com. A lo que más miedo le tienes es a tu propia coartada. Seguro que terminará la lista obsesiva, sin obsesiones, en algún papel.

Las aceras son como los mapas. Y tú, le reconoces las arrugas, los canales, las raíces, y los secretos. Llevas tanto tiempo bajando la cabeza. Ellas, también fueron testigo de muerte del mundo romántico. De la idea, del deseo, del impulso. La mejor metáfora es la comunión del desgaste. El de ellas, el tuyo. Siempre supiste cual era tu bando, por eso no soportas cuando tienes que dibujar una diagonal, o saltar un tramo, porque les están emparchando otra vez, remodelándolas, cambiándoles los bordes, o porque otro árbol pudo levantarlas. Lo tuyo siempre fueron los empleos rutinarios y mal pagados. El deber de defraudar a los amigos, empañar las vidrieras con deseos, ser el último a sabiendas. La sensibilidad se nubla con la puntualidad y el tráfico. A diferencia de la avenida, las aceras no tienen señalizaciones, lo mismo son para ir, para volver, para parecer que se regresa, o para circular… son el orden y el simulacro.

A veces te detienes, cuando el olor de un pregón de algo tardío, cómo cuando se te salieron los pies de la cuna, y tu ombligo te alertó que era ya hora. Si un triciclo se atraviesa, mientras lo esquivas, sientes el mismo deber vital de emigrar de esa niñez terrible en la que todos ordenan y no entiendes, o lo entendible no es lo que moderan, imponen, te cuentan. Quién lleva tu infancia a este desfile. Los que no recuerdas, los que no quieren recordarte. Un juego de olvidos necesarios, a veces escogidos. No pertenecer alguna vez fue opción, por eso la fuga de aquel pueblo fantasma cayéndose a pedazos. Y vagabundo agobiado por la autodestrucción, hoy debes confesar que te apaciguan los semáforos, las métricas, el ancho mesurable del camino.

Naciste como con treinta años. Cada vez que abrías los ojos eras más viejo. Tu rutina: dormir tranquilo con tus ahorros. Te sentías solo. Estabas solo. Solo, como un bolero. La gente excepcional, la gente que se quiere excepcional, siempre se siente sola. La diferencia, es una forma extraña, una fase terminal de un ombliguismo asumido, soberbio, marginal. Las aceras son como los almanaques. Caminas un tramo de 24 horas, 24 secuencias, un latido, una noche, y ya eres un día más viejo. Otras 24 horas de frío en la piel. Sin metamorfosis. Tú eliges, reproducirte casi idéntico, sin descapsularte. Y te pesa lo sabido, porque te desconoces. En las aceras las sombras son un peligro. Sobre todo, cuando van delante de ti, cuando las pocas luces de la cuidad te estrellan contra ti mismo.

Te faltó reinventarte, te dices en el banco, el mismo banco, puesto ahí para que llegue un tren, un camión, un almendrón, un sobresalto. Te estás oxidando, Gerardo, te estás oxidando. Vas aceptando la capitulación. Dispuesto a ser recordado a duras penas. 59 capitulos de soledad, era el camino más largo a seguir entre un fracaso y otro. Eras el usuario ideal, el personaje que ratifica que estas eran calles que no podían permitirse aceras tan estrechas y hombres tan solitarios.

¿Quién te queda Gerardo? ¿Cómo podrías ser más tú de lo que eres?

Igual, los buses nunca paran…

La memoria de un hombre a veces vale más que él mismo. No se puede construir con la tristeza. La tristeza huérfana de otras tonalidades. Sigue viviendo, no hay elipsis. Camina. La tediosa sucesión de minutos no va a convertirse en atajo de tiempo. Ni regresando por un camino que hasta de espaldas podrías recrear, si aún tus llaves suenan.

Sigues siendo inteligible, un texto existe si puede ser leído.

Solo estás ahí si alguien te ve. Solo estás ahí si ves a alguien. Solo estás sin conjugas.

¿Qué puede sentir un hombre que vivió en un lugar que no existe?

Esa era la pregunta del millón.

Para las respuestas, tienes el lívido reflejo en el cristal de la bodega. Casi en la esquina, cuando no caben tus dos pies entre el charco. Imagínate tú, alguna vez esta ciudad tuvo tranvía…

Una ventana escupe una luz blanca, de esas luces de un ahorro triste, y un bocado del Bola “como es mejor el verso aquel que no podemos recordar”

La miseria tiene tantas formas. Todos los in memorian, se esfumaron. Al Bola lo acompaña un coro de fantasmas. Lo sabes.

El mundo sigue siendo el mismo lleno de poros y gente poco memorable. Por ahí se escapan muchas cosas. Con eso y el salitre, tu vida se resume a esperar, de la tarde, el paseo y la noche. La gente saca el perro a la acera, tú paseas tu soledad, a secas.

Le has dedicado tanto a perder. Energía y voluntad. Ni siquiera te ha tocado un número en la lotería. Lo de ganar no significa nada a menos que otro pierda. Eso es casi un código de honor, un lastre, que se acomoda como un incómodo nudo de corbata.

Para colmo, hoy de mañana, te fijas que en la guía telefónica nadie tiene tu apellido, entonces para qué pronunciarlo. Serás Gerardo y punto. Menos abultado, pero con todo el peso, un nombre, un hombre. Quizás unos zapatos.

Te ejercitaste antes. Habías experimentado la soledad frente al teléfono y algunas de sus formas. Elementales, o extraordinarias, según el diseño de tu anhelo, o el que brindaron otras aceras. Hubo otras. La soledad de un circo, la de los noticiarios, la del mercado, la de los ascensores, la de los veladores. La soledad con caviar y el Hugo Boss, del dandy. La atrofiada de las ciudades grandes y su horda. La del tango del viudo y las del hueco en el que se está tan bien que no quieres que nadie te salve. Las contabilizas metódicamente, te faltan las soledades que se quedaron solas… mordidas por su retórica o dios sabe qué bicho que la parió. No soportas el zumbido de los cables de alta tensión, es como si llevaran el cuchicheo misterioso de todas las que no probaste.

Un hombre es el espacio que ocupa. Una acera, se consume. Nadie puede soportar las cosas tal y como son. Cada movimiento rehace el tiempo y el espacio. En fin, que sigues vivo por curiosidad, Te quedaste para ver, para verte. No creerías que se te iría la vida así. Apostaste por un ti mismo que ni volviendo la cabeza bíblicamente, es hoy estatua, sal, algo tangible. Si vuelves cadenciosamente el torso y miras, entre dos calles: la ciudad siempre está. Tu deseo de habitarla es una herida. La dimensión de tu soledad es directamente proporcional al talento en desuso. Tu ancla, tu huella, pesan, pecan de ligereza, hundido y anestesiado, por el sonido de tu propio paso, de tu propio pecho. La acera tiene en este pedazo de calle, pulida la superficie, y hay fósiles de caracolas. Todo lo que uno mata mientas está vivo, sigue viviendo. Vive, muerto. Qué dilema. Ni hablar de destino, qué diletante.

La cena, dos platos de frijoles. El cerebro primario está en los intestinos. Hay una palabra de postre: suculento. Casi sonríes, como si pudieras relativizar. No has hecho nada, comer, caminar, repetir, reinventar, y a lo mejor decidir si matas, lo que seguirá viviendo, en la acera, junto a unas llaves. Lo peor es no saber, si te mueres tú, se morirá contigo la soledad. Dudas. A lo mejor la cargas y la llevas nuevamente a casa, por la acera de enfrente, la de volver, que tiene otra geografía. Los hombres de tu casa fueron a la guerra. Y tú, tú palideces ante ella. La compañía, posada, entrañable, enfermiza. Ella es tu repertorio, tu mejor equívoco. Si pudieras dejarla e irte solo…

Minutos de soledad

Era solo ese minuto donde la veías, apurabas el café tratando de encontrarla en las calles vecinas, memorizando el color del vestido.

Pero solo la miraste a los ojos.

Y ahora estabas a punto de creer que no la encontrarías.

Y no la encontraste.

Y entrarás a la librería y pedirás un trozo de papel y un boli, querrás escribir de un golpe todo, para no olvidarlo, pero solo quedará este párrafo. No recordarás dónde ni porqué lo escribiste, ni el café ni la chica ni este trozo de papel en blanco. 

Ella seguirá su camino ensayando doce modos de regresar, de cruzar ese enorme cristal, tomarse un café frente a ti diciéndose que son los ojos más bonitos que ha visto, que le gustaría estar ahí, mirándote para siempre. Pero esas cosas no las dicen las mujeres y ese hombre seguramente no la miraba a ella.

Entrará a la librería, abrirá un libro al azar, leerá un poema, y escuchará a alguien pedir un trozo de papel y un boli, mientras tiene que releer el último verso, por estar pendiente de otras cosas.

Sale de la librería sin mirar al hombre que escribe entusiasmado. 

Pasó durante veinte años por el mismo lugar, con los mismos gestos y las mismas palabras, y no vio a nadie más con aquellos ojos. Cruzando la librería, ahí estaba su escritor favorito, pensaba que vivía en Madrid. Rodrigo Quesada, por una de esas casualidades y por suerte que ella tiene, está ahí. Y le pedirá que firme su libro que, por supuesto, lo llevaba con ella. 

Estaba justo en el capítulo del hombre que sale desesperado buscando a una muchacha y la encuentra veinte años después por casualidad en el lugar donde se vieron la primera vez. 

Se acerca, le extiende el libro, balbucea: “Me puede dedicar el libro, por favor”.

—Présteme un boli.

—Qué linda historia. Casi todos sus libros me hacen llorar. Gracias… Ah, y tiene usted unos ojos muy bonitos.

Rodrigo la mira, pregunta: “¿Cómo le pongo?”.

—Soledad. Así, soledad a secas.

—Gracias a ti, Soledad. También tienes unos ojos muy bonitos. 

Y era solo ese minuto donde lo veías demorando la conversación, tratando de recordar por qué tenías ese deja vu y estabas a punto de creer que lo recordarías.

Pero no recordaste. 

Volverás al café que siempre ayuda a la memoria, aunque ahora tiene un cartel, Cerrado, y enviarás un WhatsApp cambiando la cita. Pedirás un boli en la librería y te enfrentarás nuevamente a un trozo de papel en blanco.